Dulce filomena II

El lenguaje amartelado –vida mía– nos deja saber que las nupcias espirituales han sido felizmente consumadas. La experiencia ultramundana es de tal hondura que el lenguaje se torna anhelante: «allí», «allí»; «aquello», «aquello». Faltan las palabras: no hay manera de decir lo ocurrido, y la hembra enamorada recurre, en su afasia, a una eclosión simbólica de frases nominales sin aparente concatenación secuencial y sin verbo. Los dislates místicos, sin embargo, algo logran susurrarnos del misterio insondable de la unión lograda, máxime si los leemos desde la óptica literaria del misticismo musulmán.

Veamos los «dones» que ha recibido la amada. Los versos parecerían volatilizarse, con su mención pura de aires, cantos, donaires, noches y llamas: la acertada nota desmaterializante salta a la vista, y es crucial, ya que el poeta celebra una experiencia al margen del espacio-tiempo y del lenguaje mismo. El primer regalo inefable, el «aspirar del aire», no ofrece mucho problema, porque en todas las tradiciones espirituales se asocia a la alta noticia de Dios, aludida ya como pneuma, como logos, como prana o como ruah. Este aire es el heraldo simbólico de un jardín sobrenatural –el del alma en éxtasis– oreado por el aire vivificador de una primavera espiritual. A renglón seguido escuchamos el jubiloso «canto de la dulce filomena», es decir, del ruiseñor. Pero su esplendente cántico resulta, como adelanté, enigmático para un frecuentador de Virgilio, de Horacio, de Ovidio, de Marcial, incluso de los más modernos Garcilaso, Boscán o Camoens, hasta desembocar en casos como el de Keats o Heine. Es que todos estos poetas, medulares en la tradición literaria occidental, asocian al ruiseñor con el llanto desconsolado de la pena humana, y no con la alegría desbordante del éxtasis.

Luce López-Baralt

bamboo___sumi_e_by_sayurimvromei-d5rrgoe

Deja una respuesta