Unos extraños hombres, eremitas, de espaldas al poder, inclinados sobre sí, tejen canastos de mimbre; algunos murmuran un algo incomprensible, inseparable del murmullo, del aliento, otros nada, callan; todos, cabeza baja, sin prisa alguna tejen.
Ni cuentan ni sacan cuentas, en el silencio y la soledad, no hay nada que contar. Callan, tejen, buscan el estado más elevado al que la mente humana puede llegar, buscan, o más bien dejan llegar, la serenidad: el recogimiento de sí en el olvido de sí mismos. Allí, en el desierto, donde todo es interior, donde la lejanía es la propia hondura; allí mismo donde en verdad se está más allá de lo interior o lo exterior, del allá o del aquí, de la poesía o de la plegaria.
Cae el sol, el ardiente sol de un desierto, y el trabajo cesa. Dejan de tejer, dejan de entrelazar el silencio de sus vidas. Uno a uno y uno sobre otro apilan los canastos… No los acumulan, no lucran: los queman, los sacrifican. Eran solo un medio de concentración, un medio para rezar, un medio para nada, una liberación de todo.»
Hugo Mújica, Quemar la obra