Unos extraños hombres, eremitas, de espaldas al poder, inclinados sobre sí, tejen canastos de mimbre; algunos murmuran un algo incomprensible, inseparable del murmullo, del aliento, otros nada, callan; todos, cabeza baja, sin prisa alguna tejen.
Ni cuentan ni sacan cuentas, en el silencio y la soledad, no hay nada que contar. Callan, tejen, buscan el estado más elevado al que la mente humana puede llegar, buscan, o más bien dejan llegar, la serenidad: el recogimiento de sí en el olvido de sí mismos. Allí, en el desierto, donde todo es interior, donde la lejanía es la propia hondura; allí mismo donde en verdad se está más allá de lo interior o lo exterior, del allá o del aquí, de la poesía o de la plegaria.
Cae el sol, el ardiente sol de un desierto, y el trabajo cesa. Dejan de tejer, dejan de entrelazar el silencio de sus vidas. Uno a uno y uno sobre otro apilan los canastos… No los acumulan, no lucran: los queman, los sacrifican. Eran solo un medio de concentración, un medio para rezar, un medio para nada, una liberación de todo.»
Hugo Mújica, Quemar la obra
Un comentario en «Quemar la obra»
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gracias por este texto; necesito difundirlo. Lo pondré en mi blog citando esta fuente.
Gracias por todo lo que publican, de verdad siento que son «perlitas» para la vida.