En la Iglesia se están radicalizando las posturas más y más, de un lado (http://on.fb.me/NBhlqU) y de otro (http://bit.ly/NBhs5T).
Ambos polos tienen en común tres cosas: el orgullo, el odio, y el fundamentalismo.

Sus argumentos no comprenden de matices, no buscan la comunión sino la condena, apelan a la ruptura destruyendo toda continuidad, así niegan implícitamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Se erigen como salvadores con respuestas facilonas que venden en tiempos de crisis. Ambos beberían la sangre de sus enemigo. En sus discursos no hay ninguna Paz que provenga de Cristo, sólo el diablo disfrazado de justicia. El creciente protagonismo de estos radicalismos es signo de un mundo sumido en una terrible crisis de valores, de horizontes, de fe.
Pero en este ambiente se fragua la santidad más audaz de la Iglesia, mujeres y hombres que resisten a la tentación del odio y asumen con alegría y valor su condición de Hijos de Dios. Sus vidas son una prolongación de la de Cristo, convirtiéndose en embajadores de su Paz, en testigos de la Esperanza, en semilla de reconciliación. Muchos de ellos pagan con su sangre, o viven acosados por el odio, a veces de sus propios hermanos cristianos.
Necesitamos la oración incesante, la formación permanente, y la vivencia de la fe en comunidad para no sucumbir ni a la desesperación ni a los fundamentalismos.
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)