Si cuando discutes buscas humillar al otro no es el fuego del Espíritu el que enciende tu pasión si no el de Satanás

Algunos católicos están sembrando cizaña. Confunden el «No avergonzarse del Evangelio» (Rom 1,16) con ser soberbios y arrogantes con creyentes y no creyentes. Encienden hogueras con la Palabra y la Doctrina transformando instrumentos de salvación en herramientas de tortura y vejación. Si cuando discutes buscas humillar al otro no es el fuego del Espíritu el que enciende tu pasión si no el de Satanás.

Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros.
Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. (Colosenses 3, 12-15)

Pentecostés y los indignados. Homilía dominical de Lorenzo Amigo, sm

12 de junio de 2011
Domingo de Pentecostés

CADA UNO LOS OÍMOS HABLAR EN LA PROPIA LENGUA

El movimiento y las manifestaciones de “los indignados” son un síntoma del malestar de nuestro tiempo. Muestran su frustración ante el hecho de que estamos ante un futuro bloqueado. Están convencidos de que la manera de administrar la vida pública, a pesar de la alternancia de partidos, no nos lleva a ninguna parte y piden un cambio de orientación. Por el momento no se ponen de acuerdo sobre cuál deben ser los elementos concretos de un programa de acción. Expresan, sin embargo, claramente que el centro de la preocupación debe ser el hombre concreto y no simplemente la creación de bienes materiales, acaparados por unos pocos.

No me cabe duda que, a pesar de la confusión existente entre sus miembros, hay en este movimiento también un elemento de esa movida incesante provocada por el Espíritu. Es Él el que no deja que la historia se instale cómodamente en un materialismo que favorece a unos pocos. El Espíritu habla el lenguaje del amor y de la caridad. Es el lenguaje que entendemos todos. Es el lenguaje que entiende hasta el bebé.

Es precisamente el Espíritu Santo, el Espíritu del amor del Padre y del Hijo, enviado a la Iglesia el que hizo posible que la fe cristiana fuera comprensible para la diversidad de pueblos y culturas extrañas a la tradición judía, de la que procedían Jesús y sus discípulos. El Espíritu hizo el milagro (Hechos 2,1-11). Él da fuerza a los apóstoles, que estaban encerrados en casa por miedo a los judíos, para salir a las plazas a dar testimonio de Jesús. Él abre el corazón y los oídos de los presentes para entender en su propia lengua las maravillas de Dios. Es decir, el Espíritu reúne la Iglesia, dándole unidad en la diversidad, para poder ser testigo ante todos los pueblos. Es el Espíritu el que pone en el corazón de los pueblos la búsqueda de la unidad, de la justicia y de la paz.

En la comunidad eclesial todos somos protagonistas, porque todos hemos recibido el don del Espíritu, es decir, sus carismas (1 Cor 12,3-13). No tenemos que pensar sólo en dones extraordinarios, como el hablar lenguas extranjeras sin estudiarlas o hacer curaciones. Todos los dones y talentos que tenemos, sean de salud, de inteligencia, de arte y de bondad son dones del Espíritu. Cuando los reconocemos y los empleamos al servicio de la construcción del cuerpo de Cristo y de la comunidad humana, esas cualidades son verdaderos carismas. Cuando, por el contrario, las utilizamos para el provecho propio, para imponernos a los demás, las cualidades siguen siendo dones de Dios, pero no las usamos como Dios quiere.

Nosotros experimentamos que el Espíritu está presente en nosotros porque sabemos que nuestros pecados han sido perdonados ya en nuestro bautismo, antes de que nosotros pudiéramos hacer nada de bueno (Jn 20,19-23). El perdón de Dios ha sido el gran signo de su amor y ha tenido lugar con el don del Hijo y del Espíritu. Éste derrama en nuestros corazones el amor de Dios. Pidamos en esta Eucaristía que el Espíritu sigue renovando su Iglesia para que sea siempre joven y promueva iniciativas nuevas según las necesidades de estos tiempos.

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Ven Espíritu divino (Secuencia)

Ven, Espíritu divino
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.

Ven Espíritu Santo y enciende en nosotros el fuego de tu amor #venisanctespiritus

Sólo quedan tres días para Pentecostés.
¿Cómo preparar nuestro corazón para acoger el mayor don que Dios ha hecho a la humanidad, su propia vida en nosotros?

Si Cristo no hubiera resucitado, si no hubiera enviado su Espíritu Santo, no estaría presente entre nosotros.

Permanecería como un personaje destacado entre otros dentro de la historia de la humanidad. Sería imposible compartir con Él, no podríamos decirle: «Jesús, el Cristo, en todo momento me apoyo en ti, incluso cuando no puedo rezar, tú eres mi oración«.

Antes de dejar a sus discípulos, Jesús les asegura que les enviaría su Espíritu Santo como apoyo y consuelo. Descubrimos que de la misma manera que Cristo ha estado presente entre los suyos, por el Espíritu Santo, Cristo sigue estando presente hoy entre todos nosotros.

De una manera más clara para uno, más velada para otro, su misteriosa presencia está siempre ahí. Es como si pudiéramos escucharle decir: «¿No sabes que estoy cerca de ti y que por el Espíritu Santo vivo en ti? Nunca te dejaré».

Esta misteriosa presencia es invisible a nuestros ojos. Para todos, la fe es siempre una confianza sencilla en Cristo y en el Espíritu Santo.

Para el ser más desprovisto de conocimientos, el que no sabe leer ni escribir, así como para el más culto, la fe es una realidad muy sencilla. El escritor ruso Tolstói cuenta que un día, paseándose, encontró a un campesino y empezaron a hablar. El campesino le dijo a Tolstói: «yo vivo para Dios». En cuatro palabras expresó lo más profundo de su corazón. Tolstói se dijo: «Yo, con tantos conocimientos, y cultura, sería incapaz de expresar las mismas palabras que este campesino»
La confianza en Dios no se expresa con argumentos que, pretendiendo convencer a cualquier precio, pueden llegar a suscitar inquietudes e incluso miedo. Es entonces, en el corazón, en la profundidad de uno mismo donde recibimos la llamada del evangelio«.

Hermano Roger de Taizé, «Dios sólo puede amar», PPC

Perder el espíritu. IDR Valencia

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, hermano de Santiago, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y he aquí que se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con él.

(Mt 17, 1-3)

al manifestar lo que uno cree haber descubierto lo reduce a un nivel común y tangible, y pierde lo que era mejor, lo que era espíritu y vida en ello.

«El signo de Jonás» Thomas Merton.
[Está hablando de los reparos que tiene de contar su experiencia de fe en un libro]

Los apóstoles viven una experiencia, la reducen a nivel «común y tangible», a palabras y texto, para su posterior predicación hasta hoy, y nosotros nos quedamos con lo fácil, la parte tangible como absoluto y único y nos perdemos lo mejor, lo que era vida, la propia experiencia que dio lugar al texto. Por más que expliquemos una historia y la contextualicemos en homilías eternas, no será más que un relato «común y tangible» de una experiencia ajena. ¿Qué hacer para recuperar el espíritu que Dios quiere poner en mí cada día? ¿Basta con quedarse sentado y «escuchar»? ¿Es el cura el único que pueda hablar de la experiencia de Dios?

La letra mata, el espíritu da vida

(2 Cor 3,6)

Durante este curso, en la diócesis de Valencia se ha puesto en marcha una iniciativa que me está pareciendo muy interesante: el Itinerario diocesano de renovación donde laicos, religiosos y sacerdotes, en pequeño grupos mixtos, comparten su experiencia entorno al Evangelio, formándose, actualizando su mensaje y llevándolo a la vida con pequeñas iniciativas que ayuden a experimentar el mensaje personalmente día a día.