Hace unos años, en el mes de junio cuando ya habían terminado los exámenes finales los chicos y chicas de la ESO del colegio de El Pilar de Valencia, una mujer me detuvo en el pasillo:
– Eres Dani, lo sé, tú no me conoces, pero soy la madre de C., le has dado clase todo este curso y yo…
Visiblemente emocionada rompió a llorar.
– …yo quiero darte las gracias. Mi hijo antes no quería hacer nada, ahora quiere hace bachiller, viene feliz al colegio, tiene buenos amigos.
Me abrazó. Cuando me despedí de ella caminé unos pasos, me paré intentando contener las lágrimas que ya corrían por mis mejillas. Conocía la difícil historia de este alumno. Daba gracias a Dios por el milagro que había obrado en él, por la alegría de su madre, por el privilegio de pertenecer a una tradición educativa, la marianista, en la que la persona es el centro de todas nuestras preocupaciones.
Me siento muy feliz de ser educador. Feliz de haber compartido tantas historias con tanta gente maravillosa: profesores, padres, alumnos, monitores, catequistas. Lo mejor que hemos aprendido no fue de lo que nos examinaron, si no lo que nos preparó para vivir la vida en plenitud, en libertad.
Nosotros no educamos para los años en que alguien está en la escuela, si no para la vida.
