Doctor Zhivago

dr_zhivago«¡Qué amor había sido el suyo, libre, extraordinario, que a ninguno podía compararse! Habían pensado y comprendídose como otros cantan. Se habían amado no porque fuera inevitable, no porque habían sido “arrastrados por la pasión”, como suele decirse. Se amaron porque así lo quiso todo lo que les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles. (…) Nunca, ni en los momentos de más libre y olvidada felicidad les había abandonado la sensación de estar en relación con él, de participar de la belleza de todo el espectáculo, del universo.
Vivían de esta participación. Y por esto el dominio del hombre sobre la naturaleza, el culto y la idolatría del hombre no los atrajeron jamás. Los principios de un falso culto social transformado en política, les parecieron una cosa bien miserable y ninguno los comprendió.»
Doctor Zhivago. Boris Pasternak

Todas las grandes novelas tratan, de muy diversas maneras, un único asunto: el alma humana. Doctor Zhivago es una de las más sublimes expresiones del «alma rusa». Ambientada en una época que va desde la Gran Guerra hasta la revolución de 1917, la historia de amor entre Zhivago y Lara se convierte en un dique irreductible ante la avalanchas de la locura humana.
Un libro para hundirse en las profundidades de la conciencia y asomarse a los abismos de la libertad.

Dios es mi mejor ansiolítico, JUAN LUIS GUERRA

Era un desgraciado. Uno de esos ganadores que tienen la mala suerte de conseguir todo lo que se proponen.. Había sufrido en sus propios huesos la fatalidad de alcanzar su sueño. La vida, en su primer tercio de existencia le había dado todo (…). Ya no podía, como el resto de la gente, echarle la culpa a nadie ni a nada, de esa insatisfacción repentina, de los ratos de tristeza, de los momentos de ansiedad… Era 1995 y Juan Luis Guerra tenía una carrera musical de éxito,

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El valor de la vida

Dos testimonios que nos ayudan a ver la realidad más

reciente con otro ojos.


Carta de un padre

«La noticia y la polémica desatada en Italia, con la enfermedad de la joven Eluana Englaro, me ha inducido a escribirle estas líneas. Adelanto que es sólo la opinión de un padre. No pretende polemizar ni menos dogmatizar sobre un tema delicado (quizá de conciencia), y respeto todas las decisiones familiares posibles. Tampoco quiero parangonar el caso de nuestra hija con ningún otro: ni todos los comas son iguales ni siquiera todas las gripes. Sigue leyendo El valor de la vida

La impaciencia del corazón

«…hay dos clases de compasión. Una, la débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón por liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente con-pasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Sólo cuando uno llega hasta el final, hasta el final más extremo y amargo, sólo cuando uno tiene la gran paciencia, puede ayudar a los hombres. ¡Sólo cuando se sacrifica a sí mismo, sólo entonces!»

La impaciencia del corazón. Stefan Zweig

¡Jesucristo ha resucitado!

¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?

-A mi Señor glorioso, la tumba abandonada,

los ángeles testigos,

sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras

mi amor y mi esperanza!

Venid a Galilea

allí el Señor aguarda;

allí veréis los suyos

la gloria de la Pascua.

Primicia de los muertos,

sabemos por tu gracia

que estás resucitado;

¡la muerte en ti no manda!

Rey vencedor, apiádate

de la miseria humana

y da a tus fieles parte

en tu victoria santa.

Amén, ¡Aleluya!

(Secuencia de Pascua. Liturgia del Domingo de Resurrección)

La Sagrada Familia = la familia es sagrada.

«No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2, 18), dijo Dios mirando al hombre que no encontraba compañía entre las cosas y los animales. Allí comenzó la aventura de la familia, compañera de toda la historia humana. En esta aventura humana se sitúa el Señor, Jesús de Nazaret, que nació en una familia Galilea e hizo de la familia una célula vital del nuevo pueblo de Dios. El Eterno no prescinde de la pequeña familia. Para Jesús la familia ha sido la cuna -o mejor dicho, el pesebre- de la vida y del amor. Esta es la familia cristiana.

Sin la familia, la vida no tiene casa. Esto es verdad para los niños concebidos cuyas lágrimas que piden vivir ni siquiera escuchamos, es verdad para los discapacitados a los que se les niega el derecho a nacer, es verdad para todos los niños, para el hombre y para la mujer. Sin la familia, la vida no tiene casa.

En un mundo donde se tiene la ilusión de elegir, donde todo se compra y se vende, donde todo es precario y está sujeto a las leyes de la competencia, la familia es el espacio de la gratuidad: algo escandalosamente gratuito, pero no precario sino bien sólido porque está fundado sobre la fidelidad del amor. El mundo necesita más familia porque necesita gratuidad.

Intervención de Andrea Riccardi fundador de la Comunidad Sant Egidio, en la Celebración «por la familia cristiana» tenida hoy en Madrid.

¿Sufrir? ¿Para qué?

La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. (nº 38)

Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? (…)
El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder compadecer Él mismo con el hombre. (nº 39)

BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe salvi

Espíritu Santo, ven

“Sin el Espíritu Santo, Dios es lejano, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad un dominio, la misión proselitismo, el culto una evocación, la praxis humana una moral de esclavos… Pero en el Espíritu Santo el cosmos es elevado a gemidos de parto del Reino, Cristo resucitado está presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa comunión, la autoridad un servicio, la misión es un pentecostés, la liturgia un memorial y una anticipación, la praxis humana queda divinizada”

Ignacio IV, patriarca de Antioquía

Mártires marianistas

«Irrumpieron en el piso cuatro milicianos armados. El portero, que les había indicado el piso, les insistió: – “¡no hagáis nada a las mujeres que son muy buenas!”
Terminado el registro conminaron a los religiosos: “¡seguidnos!”. De nada sirvieron los lamentos y la súplicas de las buenas mujeres.
Con palabras soeces y a empujones los bajaron por las escaleras. Entonces Sabino, en uno de sus típicos arranques de generosidad, se acercó al portero (que les había denunciado) y, dándole las gracias, le abrazó. (…)
¿Qué jucio se les hizo? Probablemente sumarísimo: eran religiosos y bastaba. Este “delito” estaba condenado con la muerte (…)
Hacia las 2 ó 3 de la mañana sacaron a los cinco de sus celdas y, metiéndoles en unos coches, los llevaron a la carretera del Pardo. Ya no daban el paseo a sus víctimas a la luz del día.
Por la mañana, los agentes de la Dirección General de Seguridad encontraron los cadáveres acribillados a balazos y con el tiro de gracia. Los fotografiaron para que pudieran ser identificados por sus familiares.
Fueron sepultados en el cementerio del Pardo.
Aquel 14 de septiembre de 1936 era un día de victoria. Era la fiesta del triunfo de la Santa Cruz. A imitación y unidos a su divino Maestro, ellos también habían triunfado en su moderna cruz».

Florencio Arnaiz Cejudo

Joaquín Ochoa

Madrid, verano 1936; José María Salaverri.

Narra la biografía de los 4 nuevos beatos marianistas cuya memoria celebramos ayer, día 6 de Noviembre.

San Francisco de Asís

Francisco es una figura inagotable, por eso es muy sano volver de vez en cuando, una vez al año quizás, a su historia, a contemplarlo desde un nuevo punto de vista.

Esta vez me he acercado al “San Francisco” de G.K Chesterton, que no es una típica biografía sino una relectura para los mínimamente iniciados en la vida del pobre de Asís.

A Francisco se le han colgado muchas etiquetas, según ideales y sueños de cada lector y admirador de este santo: un pacifista, tal vez el primero, un poeta, un ecologista, un comunista, un anarquista… Para Chesterton, Francisco es el “juglar de Dios”: “Un juglar no era lo mismo que un trovador, aun cuando un mismo hombre podía ser ambas cosas (…) El juglar era propiamente un bufón, un truhán o lo que llamaríamos un saltimbanqui”. Un juglar que aprendió a mirar el mundo del revés, caminando sobre las manos y boca abajo, de tal modo que todo lo que a nuestros ojos tiene valor se convirtió para él en basura y todo lo que despreciamos fue en sus manos y para sus ojos bendición. Francisco, haciendo piruetas, aprendió a de-pender de Dios, se colgó, literalmente, de su Señor. ¿Un “colgao” por y de Dios? Pues algo así. En pocas palabras nos viene a decir que si la figura de Francisco la apartamos de Dios y su especialísima relación con él nos quedamos con una burda caricatura.

Chesterton, en vez de acometer una extensa biografía abarcando mucho y apretando poco, ha preferido abarcar poco y apretar mucho para sacarle todo el jugo a su personaje, y no sólo a él, sino también a ti, lector.

Así presenta su obra el propio autor: “Me dirijo al hombre de la calle, escéptico pero también comprensivo, y mi única esperanza, bastante vaga por cierto, es que si abordo la biografía de este gran santo por el lado llamativo y popular que evidentemente tiene, tal vez logre que el lector perciba la coherencia de una personalidad intachable, al menos un poco mejor que antes;

San Francisco, G. K. Chesterton, Madrid 1999.

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Mi madre me enseñó…

“En cambio, a mi madre nunca la vi de rodillas. Demasiado cansada, se sentaba en medio, el más pequeño en sus brazos, el vestido negro hasta los tacones, los hermosos cabellos castaños caídos sobre su cuello, y todos nosotros a su alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las oraciones de punta a cabo, sin perder una sílaba, todo en voz baja. Lo más curioso es que no paraba de mirarnos, uno tras otro, una mirada para cada uno, más larga para los más pequeños. Nos miraba pero no decía nada. Nunca, aunque los pequeños enredasen o hablasen en voz baja, aunque la tormenta cayese sobre la casa, aunque el gato volcase el puchero. Y yo pensaba: «Debe ser muy sencillo Dios cuando se le puede hablar teniendo un niño en brazos y en delantal. Y debe ser una persona muy importante para que mi madre no haga caso ni del gato ni de la tormenta».

Las manos de mi padre, los labios de mi madre, me enseñaron de Dios mucho más que mi catecismo”.

Testimonio de Aimé Duval sj en el libro: ¿Por qué me hice sacerdote? AAVV, Salamanca, 1989.

Mi padre me enseñó…

“Era el quinto hijo de una familia de nueve hermanos (…). En casa, nada de piedad expansiva y solemne. Sólo cada día la oración de la noche en común, pero es algo que recuerdo claramente y lo recordaré mientras viva. Mi hermana Elena recitaba las oraciones. Demasiado largas para los niños (un cuarto de hora); poco a poco iba aumentando en velocidad, embrollandose, abreviando, hasta que mi padre le decía «vuelve a empezar». Y entonces yo iba aprendiendo que hace falta hablar con Dios despacio, seria y delicadamente. Es curioso cómo me acuerdo de la postura de mi padre. Él, que por sus trabajos en el campo o por el acarreo de madera siempre estaba cansado, que no se avergonzaba de manifestarlo al volver a casa, después de cenar se arrodillaba, los codos sobre una silla, la frente entre sus manos, sin mirar a sus hijos, sin un movimiento, sin toser, sin impacientarse. Y yo pensaba: «Mi padre, que es tan valiente, que manda en casa y tan bien entiende a los dos grandes bueyes, que es insensible ante la mala suerte y no se inmuta ante el alcalde, los ricos y los malos, ahora se hace un niño pequeño ante Dios. ¡Cómo cambia para hablar con Él! Debe ser muy grande Dios para que mi padre se arrodille ante Él y también muy bueno para que se ponga a hablarle sin mudarse la ropa»”

Testimonio de Aimé Duval sj en el libro: ¿Por qué me hice sacerdote? AAVV, Salamanca, 1989.